martes, 4 de agosto de 2009

Trayectoria

Vueltas, muchas vueltas, no se cuantas. Solía ver a ese hombre dar vueltas por la manzana al menos tres veces durante distintos momentos del día, arrastrando enérgicamente unos pesados zapatos negros, con los puños apretados sobresaliendo de una gastada chaqueta de cotelé, murmurando quién sabe qué fantasías mediante las sutiles modulaciones de su boca mal afeitada que se dejaba ver a través de la rubia cabellera desordenada que al andar rozaba los hombros. Caminaba por la Avenida Macul, luego viraba a la izquierda por Los Espinos hasta la calle Poconchile donde, sin disminuir su paso, seguía hasta la Avenida Rodrigo De Araya, luego subiendo por ésta para volver a introducirse por Macul y empezar un nuevo ciclo.
Todos los días lo mismo. Cuando Llovía se envolvía en una capa tan barata como una bolsa de basura negra y en los días de verano su ruta se mantenía inalterable sin dejar de lucir su desordenada vestimenta, retando al insoportable calor.
Había escuchado que aquel hombre era un asesino y caminaba todo el día para disolver sus deseos de matar. Me enteré también que se trataba de un poeta que llevaba diez años sin poder escribir y escuché decir a un kioskero que este señor había perdido a toda su familia en un accidente que él mismo provocó. Pero la mayoría de las personas creían que se trataba de un loco más, de esos inofensivos que no tienen cura, de esos que nunca se podrá descubrir lo que trama su cerebro. Yo intentaba imaginar su nombre, trataba de adivinar hasta cuando podía caminar. Tal vez su rutina lo dotó de una salud enividiable o quizás el dar tantas vueltas lo envejeció más de la cuenta.

Fue un día espantosamente caluroso, de esos que no dejan espacio ni para las sombras. Al mediodía ya no tenía nada más que hacer, entonces salí de la Escuela de Cine dispuesto a tomarme unas cervezas con Josefo. Crucé el patio delantero mirando mis zapatillas nuevas y al atravezar la reja de entrada un veloz bulto rozó mi mochila. Con un brusco movimiento me di vuelta y vi alejrse la espalda del loco. Aquel roce sacudió mis neuronas y cambió trayectoria. Decidi seguirlo manteniendo distancia para que no notara mi presencia pero sin perderlo de vista. Perseguí su pista por alrededor de una hora. El del restorán chino se dió cuenta de lo que estaba haciendo y en cada vuelta me lanzaba una mirada de desprecio, en cambio, un horrible perro de cuerpo hancho y patas cortas se unió a mi travesía, meando en cada árbol y oloroseando el trasero de cada ser vivo que desfilaba por la vereda. El loco llevaba un ritmo imposible seguir, debo dejar de fumar, pensé, andar en bicicleta no es tan efectivo como salir a trotar. De pronto el quiltro cruzó mirada con un desaliñado pastor alemán y por motivos que nunca entenderé se armó la típica trifulca canina. Gruñidos y ladridos infernales, sutiles mordidas en le cuello, ojos llorosos de rabia y pelos erizados. Todos quienes por allí pasaban se detuvieron a contemplar el espectáculo con placer y temor, hasta que un vendedor ambulante gesticuló quién sabe qué vocablos en un lenguage perro-humanoide y mediante un par de patadas hizo que el pastor saliera corriendo cruzando la avenida Rodrigo de Araya, ganándose, mediante bocinazos e insultos, el odio de los conductores frenando bruzcamente. El quiltro se refugió junto al vendedor en un paradero. Al volver a fijar la vista en mi trayecto noté que el loco no estaba, miré a mi alrededor y no había señales de su paso. Segui caminando, esta vez más rapido, con la esperanza de alcanzarlo a la vuelta de la esquina. Luego de un par de ciclos me rendí. Caminé al paradero en Macul y esperé por casi 45 minutos la 670. Mientras fumaba la vi pasar chorreando gente por todas sus compuertas, entonces decidí caminar a casa.
Arrastrando los pies, pensando en las vacaciones, en los estudios y en ella, llegué a mi hogar sin recordar las andanzas del loco.

Desperté a eso de las 9 de la mañana perturbado por un sueño que no pude recordar. Me tomé una leche con nesquick y salí con la almohada aun en mi cara. Cerré el portón, levanté la mirada y ahí estaba el loco, con su nariz a sólo 5 centímetros de mi frente, gesticulando mudos mantras, parpadeando epilépticamente, vibrando las venas de su frente e irradiando una ira que parecía no poder contener más. Bajé la mirada y sus puños rojos parecían adquirir las proporciones de un guante de box. Me pareció que quería decir algo, sutiles sonidos intentaban tomar forma, entonces un profundo miedo me invadió y eché a correr, me subí a cualquier micro y me quedé ahí, sentado en el fondo, esperando a que mis pulsaciones retomaran su ritmo natural mientras la micro completaba su recorrido ida y vuelta hasta el anochecer.

El loco me va a matar, el loco sabe donde vivo, el loco me va a matar. Al cabo de una semana el miedo se extinguió y también la huella del loco. No lo vi por mi barrio, no lo vi caminar por Macul. Yo, como un meteorito, cambié su trayectoria dirigiéndolo hacia nuevos rumbos, removí sus neuronas hasta sacarlo de su locura o llevándolo hacia una patología más insana. El loco desapreció. Sospecho que absorbí parte de su locura, siento un incontrolable deseo de caminar, de caminar, de caminar, de caminar, de caminar...

2 comentarios:

unavivian dijo...

por av la florida también hay una loca, que también camina pero yo si se su nombre y cuando la veo, me dan ganas de seguirla, solo para escuchar sus historia con el pato (el gran amor de su vida).

playstorias dijo...

Nexo biográfico y ficcionado. Siempre un entramado entre escritor y su historia. Pero con la sutileza de crear personajes y no personas.

Un gusto de lectura...
Saludos Y. Eastwood.