martes, 21 de octubre de 2008

Aire

No suelo tomar café, no me gusta.
Pero en ciertas ocasiones la publicidad hace su trabajo poniendo una taza caliente entre mis manos. Lentamente voy bebiendo el brebaje a pequeños sorbos olvidando el amargo sabor gracias su peculiar aroma. Si bien detesto el sabor del café, amo su dulce olor. Pero hoy por primera vez en mi vida aquella fragancia me dio nauseas.
Pedaleaba por Isidora Goyenechea hacia el Mapocho. Entre medio de gigantescos edificios de vidrio y antiguas casonas aparecían modernos bares y cafés de altísimos precios. Por todos lados revoloteaba gente linda con ropa linda fumando y hablando por celular. Vi sobrios ciclistas que pedaleaban elegantes modelos retro. Vi señoras falsamente morenas paseando perros microscópicos. Vi una banda de Jazz ganándose unas moneas a la salida de un local. Todo lo que había en la calle olía a café. Todos vestían su mejor sonrisa, todos parecían infelices.

Seguí mi camino por los parques que bordean el río observando la más diversa fauna urbana. Una pareja de colegialas quinceañeras se juraban amor eterno bajo la sombra de un árbol. Un mendigo fumaba sentado en una banca mientras discutía con su sombra. Una pareja de jubilados redescubría la pubertad besándose con cierta timidez acompañados de un picnic barato. Un grupo de jóvenes bebían una cerveza mediante carcajadas que olvidaban sus tristes figuras góticas. Ninguno bebía café.
Seguí por un instante con la mirada a un hombre con gigantismo en su brazo izquierdo y noté que ya me encontraba en el corazón de la ciudad, aquel órgano que se encarga de bombear gente, cultura y suciedad hacia los sectores más alejados del cuerpo de Santiago.
Una tufada a pescado me envolvió mientras pasaba por el Mercado Central, pero luego de esquivar un grupo de reggaetoneros, seguí camino por un laberinto de angostas calles y bulliciosos paseos peatonales hasta sentir nuevamente el olor a café, Ésta vez más dulce, más fuerte. Un oscuro vidrio impedía ver el interior del local. Me mantuve en la entrada imaginando el mundo que no conocía hasta que un viejo pelado salio a toda velocidad, entonces, en un parpadeo, pude ver dos voluptuosas damas frotando sus carnes colgantes sobre un variopinto y rancio grupo de comensales mientras la puerta se cerraba para siempre.

Seguí camino por calles no muy transitadas hasta llegar a la plaza Brasil. La rodeé un par de veces hasta comprenderla y luego me desplomé en el suave e irregular pasto. Allí no olía a café. Un leve aire de cerveza artesanal iba y venía por momentos. Ví a las estudiantes de la Escuela de Danza practicar sus coreografías. Vi sus ropas y quise casarme con alguna de ellas. Deseé que alguna me invitara un buen cuete, pero sabía que no podía esperar nada si yo no me movía.
Luego de fantasear un rato con vivir en alguna casona del sector me levanté y emprendí la retirada. Pensé en buscar un carrito de sopaipillas, pero aun sentía nauseas. Deseé durante todo el camino hacia mi casa tomar sólo leche con Nesquik