jueves, 29 de mayo de 2008

Operación Rastrillo (séptima y última parte)

A medida que avanzaban por el oscuro túnel las tapas del alcantarillado que iban dejando atrás saltaban permitiendo entrar toda clase de objetos perdidos. Cada vez era más difícil oír los imprescindibles ladridos de Manuel entre el ruido de los escombros cazadores y las espantosas frecuencias de las pisadas sobre los charcos pestilentes del desagüe. De pronto se detuvieron frente a un bifurcación. En medio del caos sonoro ya no tenían noticias de su lazarillo. Si esperaban quedarían sepultados por toneladas de botas viejas. Debían elegir uno de los dos caminos, aunque esto significara desviarse de su norte. La niña sugirió salir a la superficie. Martín aceptó calculando que ya se encuentran a escasas cuadras de su casa. Avanzaron entonces por el túnel izquierdo hasta toparse con una escotilla. Al subir por la escalera metálica pudieron oír nuevamente los ladridos de Manuel. Martín levantó lentamente la pesada tapa y mientras su fiel amigo lengüeteaba su nariz, echó in vistazo para cerciorarse que no hubiese peligro. Entre las cosas perdidas que cubrían la superficie pudo distinguir la vieja fuente de bronce de la plaza, esto le confirmaba que solo debían correr un par de calles para llegar a su departamento. Martín salió primero y ayudó a Juana y a la niña en el ascenso. Inmediatamente después se quitó las zapatillas y las dejó caer en las cloacas con la esperanza de despistar a las abuelas, luego cerró la tapa. Al incorporarse, Martín se encontró frente afrente con las pálidas ancianas. Juana y la niña estaban rodeadas por un grueso circulo de cosas. El retumbante y grave gruñido de Manuel aumentaban la tensión en los nervios de su amo y luego de un silencio que pareció durar horas, el can invocó a sus ancestros lobos danzándose al ataque. Las viejas, aun inmóviles, bloquearon la embestida formando una barrera de minúsculos artículos electrónicos y relojes. Manuel cayó al como si fuese un trapo viejo pero sus leves gemidos indicaban que aun se encontraba con vida. Martín intento correr al encuentro de su amigo, pero la barrera de escombros lo alcanzó desplomándose sobre él. No podía ver nada, solo oía la forzada respiración de Manuel.

Su cuerpo estaba desorientado, no podía diferenciar arriba de abajo. Su desesperación aumentaba mientras oía los gruñidos de Manuel, los gritos de Juana, los llantos de la niña, el zumbido de las abuelas flotando y el estruendoso choque de miles de objetos de todo tipo. En la plaza se desarrollaba una fantástica batalla mientras Martín se encontraba imposibilitado. Cualquiera que fuera el resultado no podía hacer nada al respecto. De pronto, entre la oscuridad de su prisión de escombros pudo distinguir un reloj de bolsillo. Esforzándose al máximo lo alcanzó con su adolorida mano izquierda. Luego de un desgarrador movimiento puso la otra mano sobre el artefacto y comenzó a darle cuerda lentamente intentando recuperar por completo la movilidad de su aturdido cuerpo. Desesperado, Martín enfocó su atención en el sonido del reloj intentando reunir fuerzas para liberarse. Al cabo de un rato no oía nada más, incluso su respiración se había esfumado del campo auditivo. En medio del monótono crujir del reloj comenzó a oír un débil canto. Parecía ser la voz de la niña, entonces, sin dejar de darle cuerda al reloj, comenzó a remover los escombros y patalear hasta que pudo ver un punto de luz. Asomó su mano por aquel pequeño túnel y pudo sentir la cálida lengua de se mascota.
Manuel mordió con cuidado la manga de Martín y tiró con fuerza hasta que la mitad de su cuerpo salió de entre el montículo de arena. Un niño de unos 4 años lo miraba con seriedad mientras lentamente dejaba de cavar con su palita. Manuel babeaba agitando enérgicamente su cola. Desde los columpios Juana interrumpió su canto para reírse con fuerza. Martín, desconcertado, buscó el reloj, pero solo encontró tierra entre sus manos.
No habían rastros de la niña. Al mirar a Juana Martín notó un alegre semblante, como si su espíritu no fuese el de una mujer adulta.
Finalmente se incorporó y camino hacia Juana para luego columpiarse a su lado. La luz del sol brillaba nuevamente con un fabuloso tono amarillo, confirmándole que ya no estaba perdido

jueves, 15 de mayo de 2008

Operación Rastrillo (sexta parte)

Era una niña que no pasaba los 10 años. Sus ojos azules reflejaban una mirada seria que parecía comprenderlo todo, como si los años que llevaba perdida le hicieran crecer en sabiduría. Llevaba un vestido verde pálido que estaba un poco sucio pero tenia la apariencia de haber sido usado por primera vez. Sobre sus hombros brillaba una desordenada melena castaña adornada por un pinche blanco que parecía ser del mismo material que las uñas de sus pies descalzos. Algo en su cara le parecía familiar, entonces pensó en la foto del carné de identidad de Juana. ¿Eran la misma persona?
Antes que Martín pudiera pedir explicaciones, la niña toma a Juana de la mano ordenando irse del lugar antes que sus abuelas se den cuenta.

Martín, aun desconcertado, entendió la gravedad del asunto y asintió con la cabeza para luego comenzar la retirada sigilosamente. Al llegar a la entrada notó que la imagen había desaparecido del portarretrato. La niña hecho a correr tirando del brazo de ambos mientras aseguraba que ya era demasiado tarde.
Los tres salieron de la casa fugazmente pero luego se paralizaron al notar que todos los escombros esparcidos por la calle se removían como si tuviesen vida propia. Una gran pila de juguetes viejos los rodeó bloqueando ambas salidas de la calle y seguían avanzando con la intención de sepultarlos, pero en el último instante Martín levantó la tapa del alcantarillado e hizo descender a las dos mujeres, luego lo hizo él y al tapar la vía de escape pudo ver a las dos abuelas acercándose con sus negros vestidos.
Estaban a salvo por el momento. Antes de darse a la fuga por las calles subterráneas, Martín enfrentó a Juana buscando entender los sucesos de una vez por todas, pero ella permaneció muda y con la mirada perdida ante las exigencias. La niña, sin soltar la mano de Juana comenzó a hablar con tono serio:

“Mis abuelas desaparecieron hace mucho tiempo. Yo las encontré, pero no me dejaron volver"

Martín aún ignoraba muchas cosas, pero no era el momento de entenderlas. Por un extremo del alcantarillado se oía venir una avalancha de pequeñas lagartijas, peces, hámsters, anillos, botones y monedas. Echaron a correr entonces por el otro lado buscando alcanzar otra salida. Debían volver al departamento de Martín para así regresar a su mundo a través del mismo pasadizo por le cual habían entrado.

Luego de avanzar lo que parecía ser varias cuadras, Juana se detiene abruptamente y mira hacia arriba. La niña intenta moverla pero ésta no reacciona. Martín regresa con ellas y pide silencio. A través del techo de asfalto y tuberías podía oír los desesperados y alentadores ladridos de Manuel. El rostro de Martín se llenó de alegría y con tono juguetón y grave al mismo tiempo le ordeno al fiel can que los dirigiese hasta la plaza, esa misma en la que correteaban años atrás, y que estaba solo a dos cuadras de su departamento. Con fuertes ladridos Manuel hecho a correr mientras los tres fugitivos seguían atentos la pista sonora.

lunes, 12 de mayo de 2008

Operación Rastrillo (quinta parte)


Caminar por las calles de aquel mundo era muy difícil, no sólo por los obstáculos. Para Martín y Juana no era fácil enfrentar el miedo con un profundo deseo de curiosidad. Sabían que adentrarse en la ciudad significaría perderse y perderse ya no es la misma palabra.
La casa de Juana aun se encontraba a un par de kilómetros hacia el centro. A medida que se acercaban a la plaza de armas se hacía más difícil esquivar los escombros que, en forma de grandes montículos, cubrían la totalidad de la calle.
Ya era pleno día y el sol brillaba insoportablemente. Los edificios en su mayoría estaban cubiertos hasta el 5º piso por montañas de juguetes, cuadernos, joyas, autos, ropa y todo tipo de objetos, los cuales eran removidos por cientos de canarios amarillos que posiblemente buscaban comida o el camino de regreso a sus jaulas.
De pronto Manuel se detuvo y comenzó a aullar, estaba muy nervioso y a pesar de la insistencia de Martín el can no quería moverse, claramente estaba aterrado, no quería penetrar en el oscuro corazón de la ciudad. Martín lo sabía, lo sentina y lo podía leer en los profundos ojos de Manuel, pero los azulados ojos de Juana decían otra cosa. Ella necesitaba encontrar su objeto perdido. No valía la pena insistir, ella tenia que continuar con la búsqueda y él debía acompañarla.

Martín se despidió de Manuel con un fuerte abrazo diciéndole que regresaría para llevárselo de vuelta a casa. El perro pareció obedecer pues mientras se alejaban por los escombros aún podía se ver la silueta del animal inmóvil como una estatua pero atento a cualquier amenaza.

Pleno centro. Un profundo frío bajo la insoportable luz azulada. Junto a un edificio antiguo, a dos cuadras del centro exacto de la ciudad, nacía una estrecha calle donde se alzaban pequeñas casas de adobe todas pintadas con diferentes colores pasteles. Entre la acumulación de objetos perdidos que cubrían las edificaciones hasta casi el techo, Juana distinguió una pequeña placa de metal donde se podía leer un blanco y oxidado 679. Aquella casita roja de puerta blanca era el hogar que la había albergado durante su infancia.
Martín comenzó remover los escombros y en pocos segundos pudo liberar la puerta. Al abrirla notó que el espacio estaba prácticamente vacío. Solo había un enorme y viejo portarretrato donde se distinguían dos viejas vestidas de negro. En el reflejo del sucio vidrio Martín pudo ver a Juana inmóvil. Estaba llorando. Martín la animó con un fuerte abrazo mientras ella le explicaba que aquellas tétricas señoras eran su abuelas. Luego le tomó la mano instándola a entrar. El polvoriento living estaba vacío, la cocina y el baño también. Había una pieza a cada lado del corto pasillo y al fondo otra más. Juana se adelantó y fue directamente hacia la puerta del fondo deteniéndose a medio metro de esta. Martín oyó pasos y sugirió volver, Juana lo calló señalándole la puerta. En el hueco entre la puerta y el suelo se veía una sombra moviéndose de un lado a otro. Martín retrocedió un par de paso y luego se volvió a acercar cuando Juana apoyó suavemente su mano en el picaporte de bronce. Al girarlo la sombra se detuvo justo frente a la puerta. Juana hizo una pausa y miro a Martín con una expresión vacía, luego volvió hacia la puerta y la abrió de golpe. Juana cayó de rodillas. Martín observaba paralizado.

sábado, 3 de mayo de 2008

Operación Rastrillo (cuarta parte)

A medida que avanzaban por la maravillosa calle, más extraños se sentían. Era como estar en una tienda de antigüedades pero sin el dueño presente evitando que los curiosos visitantes manoseasen sus valiosas reliquias. A pesar de esto ni Martín ni Juana se atrevían a tocar la infinita mercancía esparcida por la no-ciudad, sólo se limitaban a caminar boquiabiertos como si estuviesen entrando en el área prohibida de una fábrica, movidos por un excitante deseo de aventura pero envueltos en una nube de terror.

Luego de andar un par de cuadras comienzan a oír sigilosos pasos y unos casi imperceptibles cuchicheos. Probablemente alguien los estaba siguiendo. El rostro de Juana se arrugó levemente mostrando cierta preocupación mientras se aferraba en busca de protección al brazo de Martín que por orgullo machista no podía demostrar flaqueza, pero el confortable calor que generaba el contacto de su cuerpo con el de Juana le hacía sentir una extraña satisfacción mezcla de seguridad y excitación la cual llevaba la mente de Martín por pensamientos pecaminosos, olvidándose por momentos que alguna metapresencia los vigilaba. De pronto un aullido sacó a Martín de su trance. Juana identificó el origen del sonido y apunto hacia una estación del metro. Ambos bajaron las escaleras con cautela esperando lo peor. Llegando a los últimos escalones Martín soltó abruptamente el brazo Juana y corrió al encuentro de una extraña silueta. No era una bestia, Martín reconoció entre los escombros y la luz fluorescente a Manuel el perro que había perdido cuando era chico. Lo abrazaba entre sollozos y risas mientras el quiltro le lamía la cara cariñosamente demostrando que efectivamente era su mascota. Esto despertó en Martín una sensación muy extraña. Además de la satisfacción de recuperar a su mascota, descubrió que en este mundo no solo se hayan las cosas perdidas, sino que también el tiempo no pasa, o por lo menos lo hace a un ritmo menor, pues de lo contrario sería imposible que después de tantos años Manuel siguiera con vida. Luego de unos instantes frunció el ceño y sin dejar de acariciar a su perro pensó que si en este lugar hay mascotas perdidas es posible que también se encuentren personas extraviadas. Tal razonamiento hizo que inflara su pecho en pose de héroe mientras comunicaba su teoría a Juana, la cual no se alegró en lo absoluto. Según ella estaban invadiendo un territorio prohibido y de haber personas no serian necesariamente amigables.

El pecho de Martín se desinfló como un globo pinchado. La teoría de Juana no era tan descabellada, él mismo había sentido una energía oscura y mientras caminaba podía ver siluetas escondidas bajo las sombras. Algo en las palabras de Juana le producía escalofríos. No hablaba mucho, pero cada intervención tenía la exclusiva función de advertir los peligros del lugar, no con un tono de cobardía, más bien parecía una muy poderosa intuición, como si algo de ella ya conociera el lugar. No quiso seguir pensándolo. Inmediatamente después sugirió ir en busca de algunos objetos perdidos antes de volver al mundo verdadero. Lo que él necesitaba se hallaba en su departamento, pero el objeto del deseo de Juana se encontraba en la casa de su infancia, a varias cuadras de distancia. Luego de meditar unos instantes, aceptando el riesgo de encontrarse con seres perdidos quizás malignos, Martín asintió con la cabeza y siguió a Juana por las escaleras del metro mientras llamaba a Manuel con repetidas palmadas en sus muslos.