lunes, 12 de mayo de 2008

Operación Rastrillo (quinta parte)


Caminar por las calles de aquel mundo era muy difícil, no sólo por los obstáculos. Para Martín y Juana no era fácil enfrentar el miedo con un profundo deseo de curiosidad. Sabían que adentrarse en la ciudad significaría perderse y perderse ya no es la misma palabra.
La casa de Juana aun se encontraba a un par de kilómetros hacia el centro. A medida que se acercaban a la plaza de armas se hacía más difícil esquivar los escombros que, en forma de grandes montículos, cubrían la totalidad de la calle.
Ya era pleno día y el sol brillaba insoportablemente. Los edificios en su mayoría estaban cubiertos hasta el 5º piso por montañas de juguetes, cuadernos, joyas, autos, ropa y todo tipo de objetos, los cuales eran removidos por cientos de canarios amarillos que posiblemente buscaban comida o el camino de regreso a sus jaulas.
De pronto Manuel se detuvo y comenzó a aullar, estaba muy nervioso y a pesar de la insistencia de Martín el can no quería moverse, claramente estaba aterrado, no quería penetrar en el oscuro corazón de la ciudad. Martín lo sabía, lo sentina y lo podía leer en los profundos ojos de Manuel, pero los azulados ojos de Juana decían otra cosa. Ella necesitaba encontrar su objeto perdido. No valía la pena insistir, ella tenia que continuar con la búsqueda y él debía acompañarla.

Martín se despidió de Manuel con un fuerte abrazo diciéndole que regresaría para llevárselo de vuelta a casa. El perro pareció obedecer pues mientras se alejaban por los escombros aún podía se ver la silueta del animal inmóvil como una estatua pero atento a cualquier amenaza.

Pleno centro. Un profundo frío bajo la insoportable luz azulada. Junto a un edificio antiguo, a dos cuadras del centro exacto de la ciudad, nacía una estrecha calle donde se alzaban pequeñas casas de adobe todas pintadas con diferentes colores pasteles. Entre la acumulación de objetos perdidos que cubrían las edificaciones hasta casi el techo, Juana distinguió una pequeña placa de metal donde se podía leer un blanco y oxidado 679. Aquella casita roja de puerta blanca era el hogar que la había albergado durante su infancia.
Martín comenzó remover los escombros y en pocos segundos pudo liberar la puerta. Al abrirla notó que el espacio estaba prácticamente vacío. Solo había un enorme y viejo portarretrato donde se distinguían dos viejas vestidas de negro. En el reflejo del sucio vidrio Martín pudo ver a Juana inmóvil. Estaba llorando. Martín la animó con un fuerte abrazo mientras ella le explicaba que aquellas tétricas señoras eran su abuelas. Luego le tomó la mano instándola a entrar. El polvoriento living estaba vacío, la cocina y el baño también. Había una pieza a cada lado del corto pasillo y al fondo otra más. Juana se adelantó y fue directamente hacia la puerta del fondo deteniéndose a medio metro de esta. Martín oyó pasos y sugirió volver, Juana lo calló señalándole la puerta. En el hueco entre la puerta y el suelo se veía una sombra moviéndose de un lado a otro. Martín retrocedió un par de paso y luego se volvió a acercar cuando Juana apoyó suavemente su mano en el picaporte de bronce. Al girarlo la sombra se detuvo justo frente a la puerta. Juana hizo una pausa y miro a Martín con una expresión vacía, luego volvió hacia la puerta y la abrió de golpe. Juana cayó de rodillas. Martín observaba paralizado.

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