miércoles, 30 de abril de 2008

Operación Rastrillo (tercera parte)


Martín estaba en el suelo aferrando la billetera con fuerza, sobre su cabeza estaban los pies de Juana pataleando suavemente. De pronto ambos se detuvieron como si se hubiesen puesto de acuerdo y se incorporan. Martín esperaba que Juana le exigiera una explicación, pero algo en su mirada y en su silencio le indicaban que no era necesario, ella parecía entender lo que sucedía. Aparentemente estaban en aún en el departamento. Sí, lo era, pero no su contenido. No estaba el sillón, el televisor ni los muebles. En su lugar, esparcidos por todo el suelo se hallaban numerosos objetos de pequeño tamaño: miles de monedas, cientos de llaves y fotos. La billetera de Juana solo era una de las decenas que allí se encontraban.
Martín le reveló a Juana que se encontraban en el lugar de las cosas perdidas. Juana no mostró signos de sorpresa. Pudo reconocer los cambios instantáneos en el departamento de Martín, el frío calando hondo en pleno verano y una luz que nunca había sentido, un fulgor levemente azulado, como si fuese el negativo de la lámpara incandescente. Claramente la teoría de Martín era correcta y más aún cuando este le contó que hacía Ella durmiendo en su departamento.
Luego el rostro de Juana paso de la seriedad a esbozar una sonrisa de las misma que Martín dibujaba cuando algo entretenido se avecinaba. Ambos se miraron intercambiando cierta atracción sexual y comenzaron a recorrer el no departamento de Martín como si todo lo hubiesen planeado juntos.


No había mucho que ver allí. Martín sabía que estaba frente a cosas muy valiosas que se habían dado a la fuga causándole muchos problemas en el pasado, pero con tan solo imaginarse lo que podría encontrar en la calle le hacía olvidar los millones de dólares que había extraviado en monedas. Mientras Martín alucinaba con este y otros pensamientos, Juana lo arrastraba fuera del departamento hasta el ascensor, pero no pudieron usarlo, pues a través de la reja metálica del antiguo dispositivo podían verse miles de minúsculos objetos provenientes de carteras femeninas como lápiz labial y otras diabólicas máquinas de belleza ocupando el ochenta por ciento del espacio del elevador.
Decidieron entonces descender los 7 pisos por las escaleras, pateando constantemente artículos de limpieza y mantenimiento que hacían del descenso una tarea no solo compleja sino también entretenida..

Una vez alcanzada la planta baja se detuvieron frente a un montículo de llaves doradas y oxidadas que bloqueaban la reluciente reja del edificio. Juana se zambullió en el montículo como si fuese una laguna amortiguando la caída con las gomas de los coloridos llaveros. Después de juguetear un rato en aquel mar de bronce para darse paso hasta la reja, escogió una llave al azar e intentó abrir la cerradura, pues, como parecía obvio ante los ojos de cualquiera, todas las llaves aquí presentes fueron extraviadas por los propietarios del edificio. Pero para desgracia de Juana la llave ni siquiera encajó en el agujero de la reja. Mas, para fortuna de ambos, Martín recordaba que la cerradura había sido cambiada en innumerables ocasiones, por lo tanto la solución consistía en escoger la llave de aspecto más joven. Y así fue cómo de una vez por todas los dos intrusos se encontraban en el mundo de las cosas perdidas.
La calle era un páramo de escombros viejos y relucientes. Incluso, contradiciendo la teoría de Martín, grandes objetos como motos y autos se hallaban desparramados por todo el lugar sin discriminar la calle de la vereda. Ante aquella vista el concepto de “jungla de concreto” adquiría verdadero sentido por primera vez. Todo era maravilloso y, sin pensar en explicaciones o en encontrar al presunto ladrón, Martín y Juana comenzaron explorar el mundo perdido.


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