lunes, 31 de marzo de 2008

Sendero Del Infierno

Ese espacio, un par de metros quizá o menos, entre el ventanal de la puerta y la escalera no siempre es oscuro, pero me desequilibra. Una energía negativa me saca de mis casillas, me hace pensar que todo es posible.

Son cerca de las cinco de la mañana, La tertulia esta muriendo. No. Está en su mejor momento, pero por diversos motivos decido marginarme de la celebración.
Entre la casa de Panchi y la mía hay unas tres o cuatro cuadras, es un trayecto corto que puedo hacerlo con los ojos cerrados pues llevo bastante tiempo viviendo en el "barrio italiano". Bajo por Miguel Ángel Buonarroti, como no hay autos camino en medio de la calle mirando las casas, los jardines y las sombras que proyectan los árboles por la anaranjada luz del alumbrado público. Una leve niebla le da a la madrugada un aspecto interesante. Es hermoso.
En la esquina doblo a la izquierda por Padre Errázuriz, ¿Padre Errázuriz? no me calza ese nombre. Todo se vuelve un poco más oscuro, hacia atrás puedo ver Rafael Sanzio y por ahí llegar a Donatello pero esos caminos hoy no son parte del recorrido. La calle ancha y la inmensidad del gimnasio del Colegio Seminario me hacen sentir pequeño, atrás quedan las calles Tiziano, Rossini y Puccini. Unos leves escalofríos me recuerdan que el verano no es eterno.
Mi cuello se impacienta entonces levanto los hombros para sentirme protegido. Ya no miro hacia el semáforo en la Avenida Apoquindo, mis ojos miran hacia las veredas, cada uno por su lado cual camaleón intentado descubrir que hay atrás, pues ese sonido ya no es leve, incrementa. Incrementa. No se va. ¡Parecen pasos!
Un perro.
¡Una bestia!.
No, una rata.
¡Un fantasma!
Ya no aguanto más y mis tiesos reflejos me mueven a máxima velocidad. Miro hacia atrás. Idiota, no seas cagón. Me sonrojo al darme cuenta que una retorcida hoja seca impulsada por el viento no atenta contra mi vida.

Llegando a Guido Reni doblo a mano derecha, vuelve la luz y sigo caminando. Pasada la esquina me asomo por la casa del Alejo buscando la resurrección de las fiestas, cosa que nunca ocurre pero no puedo evitar hacerlo siempre. De pronto los menos de cien metros restantes entre Padre Errázuriz y Leonardo Da Vinci se hacen eternos. Siento que las luces no iluminan, que el pavimento es tierra y que las casas son pequeñas chozas o cuevas. No puedo evitar mirar con terror hacia aquella pequeña calle perpendicular, aquel pequeño pasaje oscuro que comienza en Guido Reni y termina en Caballero Bayardo: Sendero del Artillero. Artillero; esa sonoridad es espeluznante. Cuenta la leyenda que en tiempos de la colonia, por este mismo sendero, un joven soldado fue cruelmente asesinado por un grupo de borrachos cuatreros. Ahora puedo oír los desgarradores gritos de aquel soldado, quizás solo un niño, y las grotescas carcajadas de los malhechores rompiendo la garrafa de vino contra el cráneo del joven conscripto. Movete, boludo. ¿Cuanto tiempo llevo mirando por el sendero? No lo sé, pero sigo caminando sabiendo que me espera otro inconveniente, el otro pasaje maldito: Sendero del Infante. Sendero del Infierno le decía un vecino. Ignacio juraba que allí vivía una bruja y que en la placita del medio estaban enterrados los cadáveres de su víctimas y sus endemoniadas mascotas. Aprieto los dientes, se que eso es mentira. No, Santi, ¿por qué no va a ser verdad?
Quisiera acelerar el paso ¡pero dale! ¡movete! ahí esta la esquina.
Si, puedo ver finalmente Leonardo Da Vinci. Doblo hacia la izquierda y en tres segundo paso unas 5 casas hasta llegar a la mía. Abro el portón con lentitud pues la ultima vez doblé la llave en noventa grados. El silencio es desgarrador pero el crujir de la madera y el metal de la vieja entrada irrumpen con violencia y sin ecos. Temo que alguien o algo me mire escondido entre las plantas del patio.
¡Ahí está!
No, no hay nada bajo el arce japonés. De pronto se prende la luz del pasillo que da al patio trasero. ¡¿Quién anda ahí?! Es solo el perro, perro de mierda. La luz tiene un sensor de movimiento. Suspiro y ya estoy frente a la puerta. Antes de abrirla miro por el ventanal y descubro una silueta que confirma mis peores temores. Con el poco coraje que me queda introduzco la llave y la giro suavemente. Suelo ser sigiloso para no despertar al resto de los habitantes, pero esta vez abro la puerta lentamente para sorprender al duende. Y ahí lo veo, un gran masetero rojo con una marchita planta. Puedo volver a respirar, siempre caigo en la misma trampa.

Me asomo por la cocina buscando algo que comer, mejor hoy no, sólo necesito dormir. Aun quedan un par de horas para que salga el sol, entonces apago la luz de la puerta. Debo hacerlo pero, craso error, me encuentro en aquel espacio entre el ventanal de la puerta y la escalera, el pequeño hall oscuro, ya veo venir a un niño blanco y muerto sonriendo tras el ventanal. No lo pienso dos veces, subo la escalera rápidamente intentando hacer el menor ruido posible. Apago la luz y entro al baño. Cepillarse los dientes y mojarse la cara. El agua corriendo por el lavabo rompe el espantoso silencio mientras trato de no mirar al espejo y a la tina. Orino y repaso las fotografías del carrete como si hubiese ocurrido ayer.
Y ahora de nuevo a la oscuridad. Mi pieza está frente al baño, apenas un paso, pero a mi izquierda el corto pasillo cobra dimensiones exageradas y al fondo la pieza de Juan, la cual solía ser de Mariana, mi pálida hermanita sonámbula. Poseída por quién sabe qué demonio, se paraba sobre su cama y miraba al vacío mientras yo con terror esperaba ver su cabeza girar en 360 grados.
Soy vulnerable, todo me persigue, insectos venenosos, sombras antropófagas, espíritus del pasado, duendes y monstruos. No se que hacer, pero por fin estoy a salvo en mi pieza. ¿A salvo? Antes de acostarme pienso en prender el televisor o escuchar música para distraerme y pensar otra cosa, pero no lo hago. Lo empiezo a disfrutar. Dejo la puerta del balcón abierta esperando que la fría brisa me aterrorice, que las sombras me espanten y que me entretenga el espíritu de algún bebé golpeado hasta morir o alguna loca anciana ciega que recorre el barrio. Intento dormir dándole la espalda a la pared cuidándome de cualquier ataque y tapado entero sin dejar al descubierto ningún centímetro de mi piel. El calor es sofocante, pero es el precio que hay que correr por la protección. Mi imaginación se hecha a volar, ojala sueñe algo, sean pesadillas o no. Ojala recuerde lo que sueñe, ojala dejen de hacer ruido, con este sol ya no puedo seguir acostado, creo que me voy a levantar.

2 comentarios:

Tomás Véliz dijo...

Un relato de barrio conocido y miedos revelados. Al parecer todos, al final y al cabo, tenemos miedo, o algo de eso, a la oscurida.
La noche, ¡que mal!

Buen escrito.

Unknown dijo...

que buena historia, demasiado bien contada