martes, 2 de septiembre de 2008

El Perro Escapatorio (primera parte)

La naturaleza tiene formas extrañas de mantenerse viva. Tan extrañas que quizá algunos desearían desconocerlas. Nadie sabe por qué, pero fue abandonado al nacer. Llovía con fuerza y ríos de barro recorrían las calles de la población mientras el infante, resignado, ya no lloraba. Hay quienes dicen que la maternidad trasciende las especies, pero en ciertas ocasiones la paternidad también se alza sobre las razas. Pastor, un quiltro mitad labrador recorría el aluvión serenamente volviendo hacia su guarida, cuando de pronto su olfato distinguió una mezcla entre leche y sangre. Esquivó entonces intrépidamente pilas de escombros y rocas hasta llegar a la cría envuelta en sabanas viejas en medio de la multicancha municipal. El niño lloró unos instantes al ver los colmillos de la bestia, pero la cálida lengua del canino le devolvió la tranquilidad. Pastor lo recogió mordiéndolo con cuidado y se dirigió a paso ágil hasta su guarida: una pila de cajas junto al basurero. Martina, su pareja, lo entendió todo al instante y comenzó a amamantarlo mientras Pastor, acurrucado a su lado, le devolvía el calor.
Luego de un mes, un cartonero que por allí pasaba derribó por accidente el nido de Martina, desatando entre ladridos el llanto del pequeño humano.
La noticia estuvo dando vueltas en los periódicos y en algunos canales de televisión durante un par de días, hasta que la muerte de un político condenó la historia al olvido. Mientras tanto, una adinerada familia se hizo cargo del crío, prometiendo comodidad, educación, salud, entretención, nada de perros y algo de amor.

Pasaron los años y el niño, ahora todo un hombre de veinticinco años, parecía estar completamente incorporado a la vida humana, pero ciertos hechos insólitos pronto dejarían en claro lo que por años fue oscuro.
Ramón, que así lo habían bautizado sus padres en la fe cristiana, o Moncho, nombre que le dieron sus amigos bajo la bendición callejera, disfrutaba de una cerveza negra en el bar de la equina junto a su más cercano grupo amigos casi adultos. Al compás de rockeras rolas pasadas de moda se alzaba una acalorada pero divertida discusión sobre política. Argumentos comunistas, anarquistas, demócratas, imperialistas y neoliberales chocaban en el aire mediante palabras mal pronunciadas producto del exceso de alcohol hasta que la aparición de un par de hembras humanas hipnotizó a los borrachos. Moncho y Joaco se acercaron inmediatamente a las doncellas con la intención de cortejarlas con sus mejores (y peores) plumas. Las muchachas reían de los audaces comentarios de sus pretendientes, los cuales se movían entre una aparente inocencia y un picaresco humor negro sexual. El aire del bar estaba caliente y más caliente aún con la aparición de los supuestos novios de las rubias damas. Moncho y Joaco intentaron emprender la retirada al identificar al enemigo, pero éste tiene como norma castigar a quien invade su territorio. Valiéndose de insultos y empujones los pololos se dieron a la tarea de intimidar a los borrachines, los cuales, resignados, volvieron junto a la barra con el resto de sus amigos para beber el ultimo trago, esta vez más amargo, de la preciada cerveza negra.
Si bien Moncho era un pacifista, nunca dejaba pasar inmediatamente un hecho desagradable, es por eso que mantuvo toda una oreja y medio ojo fijo en la mesa que había abandonado.
Pedro narraba enérgicamente, aunque algo confundido, su encuentro con un águila en la punta del cerro Manquehue, los muchachos escuchaban atentos la anécdota intentando distinguir el mito de la realidad, pero al momento del clímax del relato Moncho pudo ver cómo uno de los machotes golpeaba a su noviecita. Ésta lloraba mientras su hombre le decía con tono serio ¡Nunca más en tu vida vuelvas a...!
Dos de vasos volaron en mil pedazos y un mesa se dio vuelta golpeando la cabeza de un inocente. Moncho se lanzó como una bestia sobre el cobarde golpeador mordiéndole el cuello y luego la oreja hasta arrancársela. Ni el dueño del bar, ni los comensales, ni los amigos de Moncho intervinieron. El corregidor escupió la orjea media masticada, se acercó al disminuido hombre, lo miro fijamente y con tono firme dijo: ¡Nunca más en tu vida!!
Un desafinado rock setentero chicharreaba en el ambiente mientras Moncho abandonaba el lugar.

Los antiguos romanos creían que Rómulo y Remo, los fundadores de su civilización, fueron amamantados por una loba, el animal más fiero en toda Europa. De esta forma los hermanos latinos adquirieron la fuerza y determinación que los llevó a construir las bases de uno de los imperios más grandes en la historia humana.
En las venas de Moncho, y sobre todo en sus tripas, se escondía la rabia animal y la fidelidad canina transmitida por sus padres quiltros. Moncho no conocía los orígenes de este sentimiento, pero estaba seguro que debía abandonar inmediatamente la vida que hasta el momento había llevado.
Dejó una nota en su habitación y se marchó sólo con lo que llevaba puesto.

Caminó casi sin detenerse durante 48 horas hasta llegar a un frondoso bosque en los faldeos cordilleranos. Estaba cansado, tenía frío y hambre, se quitó su ropa ensangrentada y se lanzó al río. Los últimos días frios del invierno no impidieron que se mantuviera un buen rato bajo el agua. Moncho necesitaba limpiar su cuerpo y bautizarse nuevamente, esta vez definitivamente, con la imponente montaña y los centenarios árboles como testigos. Una vez acabada la ceremonia, reunió un buen montón de leña y encendió fuego con el último fósforo que le quedaba. Mientras se evaporaban los restos de agua en su desnuda piel, los ojos de Moncho se volvieron negros y brillantes, en su mente tenia un solo objetivo: conseguir alimento.
Su estomago se estaba auto digiriendo, el fuego se había convertido en pequeñas brazas y el rocío de la mañana lo estaba congelando. Entonces un ave se asomó más allá de su nido. Moncho fijó su mirada en el animal y éste le respondió agitando sus plumas en posición desafiante, pero al ver que el posible depredador no se marchaba, flexionó su frágiles patas y estiro sus alas para comenzar a volar. Apenas alcanzó a desprenderse unos cuantos centímetros cuando Moncho saltó, la cogió entre sus manos y mordió su cabeza.
Solo el pico y algunas plumas se salvaron de los ácidos estomacales.
Si el nadar en el río fue su bautizo, este desayuno lo hizo comulgar con el mundo salvaje. Mientras digería satisfecho su alimento, decidió que no podía seguir siendo identificado como Moncho, Ramón, o cualquier otro seudónimo con el que alguna vez fue invocado. Su corazón le reveló su nuevo nombre, pero sus labios fueron incapaces de verbalizarlo. Un fuerte gruñido atravesó su garganta, mostrándole al mundo su impronunciable condición de perro.

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