martes, 14 de julio de 2009

Desaparecer

No me podía quejar, me estaban pagando por hacer nada, me estaban pagando poco pero por hacer casi nada. Entre sencillas tareas que podían demorar desde 30 segundos hasta 5 horas el aburrimiento me torturaba, entonces yo pensaba en Thoreau y planeaba renunciar e irme al sur sólo con lo puesto, si hubiese tenido dos lucas en ese momento, quién imaginaría que en menos de veinticuatro horas alguien más compraría Walden. En fin, no me interesa coleccionar, solo leer. Hacía tiempo que no lo hacía y cuando el Pepa se fue de viaje me dejó unos cuantos libros. Uno por semana o cincuenta páginas al día como predicaba Francisco.
El lugar era la biblioteca o el Metrotren según Gonzalo. Para Carla su sagrada pieza. Yo había desarrollado la capacidad de leer en cualquier lugar donde fuese posible la vida: la anarquía de la sala de clases, el viaje de Santiago a Bahía Blanca en bus sorteando las nauseas del camino caracol y el goce de las majestuosas tormentas eléctricas de la infinita pampa nocturna, un hedionda carpa bajo la lluvia o incluso el camino de vuelta de la peluquería en Hernando de Magallanes con la Avenida Cuarto Centenario hasta mi casa en Apoquindo, cuando, absorto en la lucha de Superman contra la organización criminal Intergang, caminé sin mirar mi destino y aparecí llegando al final de la historieta caminando por Avenida Las Condes en dirección contraria. Tenía doce años y experimenté con asombro y satisfacción un agujero negro digno de la sublime Hora Cero del universo DC Comics producida por un rebelde Linterna Verde.
Los silencios laborales me dieron la costumbre de leer en el trabajo. Comencé tímidamente en el sillón rojo las primeras semanas cuando llegaba temprano. Luego me empeciné en adelantarme cada vez unos minutos para gozar durante un poco más, hasta que las jornada pajeras las gasté completamente en las letras donadas por el Pepa. A ratos bajaba a la cocina por una taza de leche con nesquick bien caliente. Al principio todos se rieron, quién tomaba leche con nesquick, qué adulto no bebía café, y ahora parecía iniciarse la moda de la chocolatada.
Empecé a trabajar con el pie derecho, muy sociable, proactivo, completamente opuesto al comportamiento que me valió un profundo fracaso sentimental. Pero mi esencia Zen pudo más, pues a medida que pasaban las semanas, los ficticios viajes de Marco Polo al servicio de la corte del imperio mongol me transportaban a un mundo digno del ingenioso loco Hidalgo, donde no podia evitar encontrarme con un moradoanaranjado cielo de la natal Nueva Orleans de Ignatius Reilly al compás del erótico saxo de Johhny (o Charlie) Parker. Mientras tanto, en el computador de al lado, Poeta rendía tributo a Michael Jackson, revisaba guiones, intentaba romper el record de un videojuego online y hacia los contactos para arreglar el calefón de su casa nueva, todo al mismo tiempo sin lograr distraerme, aunque por momentos la dactilografía retumbando como insoportables martillos chillones me despertaba del trance, yo me daba vuelta y Poeta ya se había ido, la estufa apagada y el Pato leía el diario en la recepción. La jornada laboral había terminado hacía un par de horas.
Dejé la bicicleta y me fui en micro para seguir leyendo. Trabajadores y universitarios se estorbaban unos a otros sin intercambiar palabras. Por momentos apartaba la mirada del texto para hacer un breve ranking de las mujeres más ricas del transporte público, elegía a la mejor y la miraba de reojo mientras leía hasta que ésta se bajara o fuese remplazada por una más bella o extravagante. La micro se detuvo a un par de cuadras de mi casa justo cuando El Perseguidor llegaba a su fin. Leí las últimas líneas unos metros antes del portón, umbral que me convierte en un célula más del organismo hogar, sin lectura, solo comida y televisión. Pan con queso, pan con queso y mortadela-ave-pimentón, pan con jamón y queso y orégano. Noticias, telenovelas y zapping, películas pésimas y un poco de History Channel. Un par de cigarros en la cama, tos y barriga llena. Me sentía asqueroso y frío, hacía mucho frío. A las cuatro de la mañana una diarrea bíblica me martirizó hasta las lagrimas, volví a dormir como si todo fuese un sueño y desperté con la cara que no deseo ver en el espejo. Renuncio. ¿De qué vas a vivir? De esto no.

Me instalé en la bodega del taller mecánico del papá del Tita donde con la Jóse y el Alejo establecimos nuestro centro de operaciones. Los pololos arquitectos trabajaban en sus respectivos proyectos de titulación, yo por las mañanas escribía y en las tardes encuadernaba. Una cerveza con las visitas de amigos y colaboradores, luego bohemia con Josefo y sus amigas lesbianas. Había elegido mi vida, visitar a papá y mamá de vez en cuando, vender libros y destripar el hígado noche por medio. Mañana tuve que trabajar otra vez. El espejo sucio de los mecánicos entre afiches pornográficos de modelos ochenteras seguía mostrando la misma cara, esa que no se quita hasta que uno se larga de verdad, hasta que uno desparece y no se ve en reflejo alguno.

1 comentario:

playstorias dijo...

Un relato digno de admirar... Sencillo para entender, pero intrigante para reflexionar... Leer para desaparecer, crear ficción para convivir con la realidad.

Gran escrito, Brutto.

Saludos, Yomi.